Las crisis son como los culos: todos tenemos uno detrás, como si nos persiguiera para ajustar cuentas. Una especie de cobrador del frac −qué figura más vintage− que nos pisa los talones para ponernos en evidencia ante el resto, que también tienen un culo detrás y, por tanto, una crisis, o lo que es lo mismo, un cobrador del frac.
Somos los mejores peores en algo: en llenar los registros del desempleo a nivel europeo. Sí, ya somos, por delante de Grecia, a la que llevamos echando el pulso desde hace una década, el país con más paro juvenil del euroespacio. Eurostat, que es el ogranismo (organismo+ogro=ogranismo) que otorga estas medallas, dice que, cerquísima, muy cerca de un 42% de los españoles jóvenes no tienen un quehacer remunerado. Por delante de los griegos con un insulso 37,5% (já, soy español, ¿a qué quieres que te gane?). El ogranismo alerta con su maldad: la media europea es de 17,1%, con duplicarla ya ha sido suficiente, que lo poco gusta y lo mucho cansa.
El mejor peor de 27 es ser muy bueno en ser muy malo. Que 4 de cada 10 españoles jóvenes no trabajan. Y un 12% de la chavalería ni estudia ni trabaja. Tropecientos jóvenes, entonces, pasan a ser ninis.
Nini es un término que se popularizó en 2016 (pero que aún se desayuna Pérez Reverte) y que con su significado nos criminaliza sutilmente desde entonces. Los ninis no levantan el país. Ni lo levantan, ni lo levantarán −nini−. No pueden con España. La desilusión y la incertidumbre, la titulitis y otros asuntos, hacen un mejunje idóneo para que tampoco quieran. Ni pueden, ni quieren: nini de nuevo.
«Cuanto peor, mejor para todos y cuanto peor para todos, mejor. Mejor para mí el suyo, beneficio político», que decía el ilustrísimo M. Rajoy, con esas pausas entre sus golpes de voz: cuanto peor, la mercadotecnia del politiqueo, la pseudo socialdemocracia y el merchandising de cerebros fugados (a Alemania, Suiza o Bélgica), mejor. Cabeza de turco para el resto de entuertos.
Los jóvenes no comimos los restos de una crisis noventera que pudo afectar a nuestro crecimiento físico e intelectual (perdonadnos, señorías). Quisimos no comernos la recesión de finales de la década pasada. No queríamos: éramos niños y nos tocó salir a la calle. Pero nuestros progenitores −el bipartidismo anudado y bien anudado, un rojipardo socialismo de boquilla y un camisa azul con pico de gaviota, un PP asilvestrado− dijeron que, o de almuerzo, o de cena. Cedimos. Ni siquiera nos salimos con lo servido, pero nos empachamos con lo comido. La crisis de 2008 aún nos tiene tiritando.
Llegaron los felicísimos años veinte (que por fin se va, y vendrá un 2021 peor). Todo era reguetón y charlestón (gracias Bad Bunny por Dákiti, pero aún no lo hemos podido bailar). Cuando creíamos haber remontado, nos dejan tiritando de nuevo y nos sabe en la boca a gol en contra en el último minuto, reventando la red y quitándose el enemigo, burlón, la camiseta. El enemigo tiene cara de cobrador del frac.