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EL 27 de abril de 1975 José Luis Sánchez Bravo, Xosé Humberto Baena Alonso, Ramón García Sanz, Juan Paredes Manot y Ángel Otaegui fueron ejecutados al resguardo de la Ley y el Código Penal franquista por oposición al sanguinario Régimen. Inculpados bajo coacciones y tras consejos de guerra repulsivos. Ellos eran jóvenes revolucionarios organizados, que se manifestaron, dejándose literalmente la vida por disidentes. Ellos pertenecían al FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota) y a ETA político-militar (Euskadi Ta Askatasuna).
El 28 de septiembre, ABC titulaba su reportaje con un “LAS SENTENCIAS, CUMPLIDAS”. El periódico Informaciones, en portada ofrecía un «FUSILADOS ESTA MAÑANA». Mundo local ofrecía una extensa narración de la última noche de Txiki. Diarios internacionales se hicieron eco de la injusticia, entre ellos Le Monde.
Franco murió matando, pero sus últimos asesinatos fueron la sintomatología de una dictadura que se ahogaba al ritmo del propio dictador. Las protestas se desataron y fueron duramente aplacadas. Los actos profranquistas se hicieron notar: hacía falta reafirmar el poder represor del Régimen asentado y culminado en 1939. No podía notarse el temblor de piernas que había supuesto el asesinato del hombre que poseía la ira para dar continuidad a 40 años de caudillismo fascista, el almirante Luis Carrero Blanco. No podía notarse que el fin del franquismo llegaría con la ausencia de Franco. Y ante la represión violenta, la comunidad internacional tampoco tardó en pronunciarse. Que sí, que estaban contra las cuerdas. Arias Navarro solo pudo suspirar y hacer pucheros en Televisión Española: “Españoles, Franco ha muerto”.
Los últimos
José Antonio Garmendia y Ángel Otaegi habían sido condenados a muerte por el asesinato del cabo del Servicio de Información de la Guardia Civil, Gregorio Posadas Zurrón, un año antes en Azpeitia. Ambos habían participado en un atraco para recaudar dinero para la organización. Garmendia tuvo la –cuestionable– suerte de convalidar su ejecución por la reclusión al haber sufrido un disparo en el lóbulo cerebral y al no contar con las capacidades físicas y psíquicas. Otaegui, en cambio, fue ametrallado en la trasera de la cárcel de Burgos por algunos valientes verdugos.
Juan Paredes Manot, más conocido como Txiki, sería condenado tras un atraco a una sucursal del Banco de Santander en Barcelona, atraco en el que murió el cabo primero de la Policía Armada, Ovidio Díaz López. La sangre de Txiki caería derramada en la Ciudad Condal a causa de los once disparos de once subfusiles. Antes de emprender el camino en el furgón, los militares que custodiaban al joven de 21 años se extrañaron por la valentía que mostraba. Según los testimonios se recoge, a la pregunta de uno de sus verdugos contestó: «Nosotros no tenemos de qué avergonzarnos por estar aquí. Vosotros, sí». Antes de los disparos se registran los gritos de Txiki: “¡Aberri ala hil!» («¡Patria o muerte!») y «Gora Euskadi askatuta». Mikel Paredes, su hermano, narra que antes de morir entonó con rabia el himno del soldado vasco, el “Eusko Gudariak”
A pesar de aportar las pruebas necesarias para exculparse, como él mismo y su entorno afirmó, no se encontraba en Barcelona el día de los hechos, sino en Perpiñán, el juez decretó la pena capital. Los testigos presentes en el Consejo de Guerra del 19 de septiembre de 1975 no habían declarado cuando se produjeron los hechos. La única persona que atestiguó el día del atraco, Isabel Fortuny, no reconoció a Txiki.
El testamento de Txiki recoge su espíritu revolucionario: “Una vez más va a derramarse la sangre del pueblo vasco. (…). No debemos olvidar nuestro objetivo: la creación de un Estado socialista vasco. (…) He pedido que sea fusilado como un gudari más (…) llevando en la mente a nuestra ikurriña, puesto que voy a morir lejos de ella. Viva la solidaridad de los pueblos. Gora Euskadi Askatasuna. Aberria ala hil”.
“Mi hermano José Luis no pudo participar en el atentado porque en esa fecha estaba en Mazarrón”, contaba Victoria Sánchez Bravo, que añadía que se encontraba de vacaciones con su novia Silvia. José Luis también fue ejecutado tras la tortura y un procesamiento judicial irregular. Como reconoce Carlos Fonseca en Mañana cuando me maten, “Las actas de declaración de los detenidos incorporadas al sumario resultan significativas de cómo las preguntas sustituían a las respuestas, que eran un lacónico sí”. Su hermana constataba que su hermano no se encontraba en el lugar de los hechos, pero el sumario recogió que, por el contrario, las vacaciones de la pareja en Mazarrón fueron una semana antes y así, todo cuadraba y podían culpar a otro de los protagonistas de esta historia: José Luis Sánchez Bravo.
Fonseca, periodista y escritor, se reunió con Maruxa, la novia de Xosé Humberto Baena y contó cómo el gallego fue torturado por los agentes del Régimen: “Tenía la cara desfigurada por los golpes y la mandíbula rota”. Junto a Xosé, Manuel Blanco Chivite y Vladimiro Fernández serían juzgados en Consejo de Guerra por el supuesto asesinato de Lucio Rodríguez como militantes del FRAP. Estos dos últimos se salvaron de la pena de muerte, conmutada por la reclusión. Baena fue ejecutado en Madrid con 24 años.
“Mamá, papá: Me ejecutan mañana. Pediré que no me tapen los ojos para ver la muerte de frente”, esta es una de las lapidarias frases que contenía la carta de Baena en despedida y dirigida a su familia.
“Mamá, papá: Me ejecutan mañana. Pediré que no me tapen los ojos para ver la muerte de frente”
El asesinato del teniente de la Guardia Civil Antonio Pose entretejió las historias. Quien había disparado al teniente llenó la calle Villavaliente de Madrid de octavillas con el siguiente texto, como recoge Mañana cuando me maten: «¡A VIOLENCIA FASCISTA VIOLENCIA REVOLUCIONARIA! ¡ABAJO LA DICTADURA FASCISTA! ¡FUERA YANQUIS DE ESPAÑA!«
De tal asesinato se culpó a Xosé Humberto Baena y a Ramón García. La suerte que le depararía al segundo sería la misma que le deparó al primero. Ambos serían ejecutados tras un nuevo proceso sumarísimo en Consejo de Guerra. Ambos eran militantes del FRAP. A pesar de ser una ejecución pública, sólo estuvo presente un cura, cuyo testimonio está recogido en el Archivo Histórico: “Además de los policías y guardias civiles que participaron en los piquetes, había otros que llegaron en autobuses para jalear las ejecuciones. Muchos estaban borrachos. Cuando fui a dar la extremaunción a uno de los fusilados, aún respiraba. Se acercó el teniente que mandaba el pelotón y le dio el tiro de gracia, sin darme tiempo a separarme del cuerpo caído. La sangre me salpicó”.
Tras los últimos fusilamientos reconocidos, Francisco Franco aparece en el balcón de la Plaza Oriente para acallar lo que el entonces Jefe del Estado consideraba una injerencia por parte de las democracias europeas. Democracias que habían criticado duramente la represión utilizada por el Régimen tras las masivas movilizaciones que habían despertado las últimas ejecuciones. Al lado del Caudillo podemos observar a su sucesor, Juan Carlos I.
No murieron en vano, José Luis Sánchez Bravo, Xosé Humberto Baena, Ramón García Sanz, Juan Paredes Manot “Txiki” y Ángel Otaegui, ninguno de ellos murió en vano. Son parte de la resistencia y parte de nuestra historia. El primero en homenajear a los últimos asesinados, esquivando la censura, iba a ser Luis Eduardo Aute, dedicándoles la canción Al Alba: «Presiento que tras la noche / Vendrá la noche más larga, Quiero que no me abandones / Amor mío, al alba». Una declaración de amor a los que dieron su vida por las libertades.
(*) Iñaki Etxabe sería asesinado ocho días después por grupos parapoliciales, sin embargo, el Gobierno español no lo reconoce así. Hay quienes tratan a Etxabe como la primera víctima de la falsa transición a la democracia.