La realidad de las jóvenes musulmanas que deciden disfrutar de sus cuerpos dentro y fuera del matrimonio
Alifa Rifaat había dejado caer su inerte cuerpo sobre la cama. Su marido la penetraba una y otra vez, absorto en su propio goce, mientras ella se concentraba en la telaraña que colgaba del techo de su dormitorio. Aquellos movimientos no estaban lejos de la mecánica cópula animal en la que el macho monta, rápida y agresivamente, a la hembra hasta que termina y se marcha.
Poco antes de la eyaculación, la llamada a la oración interrumpe el acto y ambos se retiran a realizar el ´ghusl` o lavado mayor ya que, de no hacerlo, su rezo no será válido. Esta historia que, desde la propia experiencia, narraba la escritora egipcia Fatimah Rifaat, en ´Vista distante de un minarete` (1983), no es muy distinta de la realidad de muchas mujeres musulmanas en el siglo XXI. Amal, Zaytuna y Amira (seudónimos) son tres jóvenes musulmanas y españolas cuya visión de la sexualidad rompe con el tabú impuesto por la cultura de las sociedades árabes que las reduce a simples hímenes que han de preservar la dignidad y honor de sus familias.
“No soy una mujer sexualmente satisfecha y, desde que soy madre, mucho menos”, sentencia con rotundidad, a sus 31 años, Amal. Esta profesora de religión islámica, nacida en Madrid, lleva ocho años casada con su primera y única pareja, y tiene dos hijos pequeños. Cuando conoció a su marido, “no quería saber nada de los hombres, era muy feminista entonces” -apostilla entre risas.
En cambio ahora, no se atrevería a definirse como tal, más allá de defender sus derechos en cuestiones relativas a, por ejemplo, la ruptura del techo de cristal. Para ella, ser musulmana significa creer en un solo Dios y reconocer que el último de los profetas, Mahoma, es su mensajero. Aunque las leyes islámicas establecen que el uso del hiyab (velo) debe iniciarse en la pubertad, ella no lo hizo hasta que alcanzó la mayoría de edad. “Comencé a usar el pañuelo cuando reparé en que yo no he sido creada para el disfrute de esta vida, sino para ir sembrando en ella y así poder disfrutar del paraíso en el más allá”-concluye desde su dormitorio, mientras oculta su cabello bajo un pañuelo color azabache.
En su caso, Zaytuna, estudiante del Máster en Formación del Profesorado, considera que “no es necesario definirse como feminista, si se es un verdadero musulmán, porque Alá creó en igualdad a hombres y mujeres”. La joven reconoce que comenzó a usar el velo a los diez años, siguiendo los pasos de su hermana mayor. “Cuando ella fue a la mezquita de nuestro pueblo en Marruecos, vestía unos pantalones cortos y no usaba pañuelo. Entonces, el imán dijo que las jóvenes españolas que llegaban al país con las modas occidentales no respetaban a las marroquíes porque les hacían replantearse su forma de vestir. Se sintió tan mal que, a partir de ahí, quiso empezar a usarlo.”- recuerda con absoluta admiración, mientras el brillo de sus risueños ojos negros ilumina la tez morena de su rostro.
Hoy, a sus 22 años, lo hace porque no quiere que se la juzgue por su belleza, sino por su intelecto. Así conoció a su actual pareja, un joven estudiante de Historia con el que lleva cuatro años de relación. “Él era agnóstico cuando empezamos a salir, pero hace poco más de un año, comenzó a adoptar algunas de las costumbres islámicas como dejar de beber alcohol”-añade asegurando que, lo importante no es su religión sino el amor.
Por el contrario, Farah, deportista de alto rendimiento que se define a sí misma como activista antiracista y feminista explica que no usa velo porque no se siente del todo representada en la medida en que ello no casa con su idea de igualdad y de relación intergénero.
Sin embargo, entiende que el sentido del uso del hiyab puede ser liberador o represivo, en función del contexto en el que la mujer se encuentra. Para ella, “no se puede hablar de imposición en una democracia donde tu familia te permite decidir si quieres o no llevarlo”, añadiendo que, «uno de los mayores peligros que tienen los Estados que adoptan la religión como base jurídica es que se puede tergiversar la palabra de Alá en función de la escuela coránica que la interpreta». A sus 26 años y, tras casi una década de noviazgo marcada por los más de mil kilómetros que separan Madrid de Marruecos, acaba de prometerse. “Hemos cortado hasta por periodos de seis meses, pero estaba escrito que estuviéramos juntos y ya, por fin, contamos con la bendición y consentimiento de nuestras familias”, detalla con manifiesta felicidad.
Mi himen no me pertenece
“La primera vez que mantuve relaciones sexuales fue como si mi madre, mi padre, mis abuelos, todo el vecindario, Dios y los ángeles estuvieran mirando”, confesó una mujer holandesa-marroquí a Mona Eltahawy, autora de El himen y el hiyab. En el islam, tanto hombres como mujeres han de llegar vírgenes al matrimonio. No obstante, el factor cultural hace que la presión social recaiga exclusivamente sobre jóvenes musulmanas a las que, desde edades muy tempranas, se les inculca la importancia de conservar su himen intacto. Tanto es así que, hasta hace unos años, era norma común, en países como Marruecos, la realización de la “prueba del pañuelo”.
Ello suponía que, en la noche de bodas, los familiares y asistentes a la ceremonia permanecían tras las puertas del dormitorio de los recién casados, a la espera de que mostrasen un pañuelo teñido por la sangre derramada de la ruptura de esta membrana. De ello dependía el honor de las familias.
A este respecto, la doctora en ginecología, Miriam Al Adib Mendiri afirma que, si existe este tejido, no solo es muy posible que se rompa practicando deporte o al sufrir una caída, sino que, en virtud del número de “orificios” que posee y de su distribución y tamaño, el himen será de un tipo u otro, pudiendo o no haber sangrado en la primera penetración.
En el caso de las mujeres que tienen una membrana de tipo “anular”, al ser un único “agujero” de gran tamaño, hay ocasiones en las que ni siquiera llega a romperse.
Tal es el peso que ejerce el yugo de la virginidad en tanto que elemento vinculado al linaje familiar, especialmente en el mundo árabe, que son muchas las mujeres que se someten a cirugías de reconstrucción de himen -himenoplastias-. Para la doctora Al Adib Mendiri, este tipo de intervención en la que se unen los “colgajos rotos” que restan en el interior de la vagina, es “muy sencilla e indolora”. Sin embargo, considera que, éticamente, no deberían hacerse porque contribuyen a la “perpetuación de esta tradición machista”.
Amal tenía la menstruación el día de su boda, de modo que, su primer encuentro sexual no se produjo hasta su luna de miel. Dentro del islam, el coito en ese periodo de “impureza” es haram (ilícito). “Recuerdo que estábamos en una playa marroquí y yo le insistía a mi marido para que pasáramos al dormitorio y así poder consumar el acto. No podía parar de repetir hoy, hoy lo vamos a hacer».
A partir de esa noche, aquella joven de 23 años, sintió que se había quitado “un peso de encima”. En cambio hoy en día, buena parte de las barreras que, culturalmente, le fueron impuestas, se mantienen fruto de la escasa educación sexual que recibió a lo largo de su infancia, adolescencia y primeros años de adultez.
Amal entiende que “hay cosas más importantes que el llegar virgen al matrimonio”. No obstante, comprende que estén prohibidas las relaciones sexuales prematrimoniales dentro del islam. “El matrimonio es una forma de protección, tanto para el hombre como para la mujer, ya que evita que vayas de flor en flor y que, en el caso de un embarazo no deseado, ella se quede sola con el bebé”- reflexiona con cautela y honda seriedad.
Mieles de lo prohibido
Entre las prácticas sexuales autorizadas dentro del islam, cabe decir que, en el marco del matrimonio, “todo está permitido salvo el sexo anal, la relaciones durante el Ramadán y si la mujer está menstruando”, aclara la profesora María Amira El Azem. En ese sentido, el antiguo director de la Mezquita Mayor de Granada, Ahmed Bermejo, puntualiza que “durante el Ramadán, el coito se podrá realizar entre la puesta y la salida del sol”.
“Yo he probado el sexo anal y me ha gustado”, valora Zaytuna. También reconoce que ha practicado el sexo oral e incluso la masturbación en solitario o mientras intercambiaba fotos eróticas con su pareja –experiencia popularmente conocida como sexting. A pesar de ello y, en virtud del modo en que ella entiende el concepto de ´virginidad`, esta, en su caso, permanece intacta dado que “aún no ha habido penetración vaginal”. De todos modos, la joven tiene claro que no desea esperar al matrimonio, mientras bromea acerca de cómo su pareja, sabiendo la importancia que tiene la pureza dentro de su religión y, en aras de garantizar la aceptación de sus padres, se niega a consumar el acto.
Si bien el ´onanismo` (autocomplacencia sexual), en un sentido estrictamente islámico, no se entiende como “ilícito”, tampoco es sinónimo de buena praxis. En cambio, El Azem «parcialmente entiende» que las y los jóvenes no unidos en matrimonio se masturben para evitar caer en el pecado de ´fornicio` fuera del matrimonio. El castigo en el mundo de lo terrenal para la zina -´fornicación` y ´adulterio`, según establece la Sunna -compilación de textos en los que se incluyen las enseñanzas de Mahoma- es la lapidación para los infieles; y cien latigazos, amén del destierro durante un año, para los solteros y/o divorciados. Según Bermejo, esto es así porque atenta contra la ´Sacralidad familiar` y el ´Linaje`, elementos protegidos por la Sharia o ley islámica.
No obstante, «para que un juez dictamine la aplicación de una de estas penitencias, deberá contar con cuatro testigos oculares que hayan visto cómo el pene se introduce en la vagina, algo que es prácticamente imposible”-aclara el Imán. En la actualidad, de los 57 Estados que conforman la Organización de la Conferencia Islámica, solo unos pocos como Arabia Saudí, Sudán o Somalia, contemplan en sus respectivos corpus legislativos este tipo de castigos. De hecho, la Campaña Global contra el Asesinato y la Lapidación de Mujeres establece que, esta práctica es un asunto muy controvertido incluso para los ulemas (eruditos del islam) y que ni siquiera hay un consenso interno acerca de su aplicación.
“La sexualidad dentro del islam es mucho más represiva de lo que, en realidad, nosotras practicamos. Incluso en el Magreb musulmán es muy difícil ya que una mujer llegue virgen al matrimonio, bien por una falta de convicción o bien por una falta de equidad”- razona Farah. En su caso, su primera relación sexual completa tuvo lugar a sus 23 años. “Yo sabía que mi valor estaba por encima de mi himen, me apeteció hacerlo y surgió”-manifiesta con convicción la madrileña. A pesar de la distancia, asegura que tiene una vida sexualmente activa y satisfactoria, especialmente gracias al sexo telefónico.
La comunicación entre ellos es plena y fluida. Saben lo que les gusta dentro del dormitorio y siempre les apetece innovar. “Recuerdo que, una vez, viajando a Marruecos, llevaba en el equipaje de mano unas esposas con pelo. En el control me pitó la maleta y me las retiraron. Por suerte, no llegaron a ver que, ahí mismo, llevaba un vibrador en forma de pene.”-rememora con jocosidad.
Para Farah, la sexualidad en su núcleo familiar no es “tan tabú” como en otras familias musulmanas. Incluso recuerda una ocasión en la que su madre entró en un sex-shop para comprarse unas bolas chinas y un lubricante. Sin embargo, reconoce que la culpa es algo que, aún, no ha logrado superar. “El sexo está normalizado dentro del matrimonio, pero no fuera de el. Tu cuerpo no acaba de ser completamente tuyo hasta que te casas”-culmina con indignación.
Ese mismo “sucio remordimiento” es el que recorre como un perenne escalofrío el cuerpo de Zaytuna cada vez que disfruta de su sexualidad. “Si pienso con la mentalidad de una chica musulmana, sé que está mal, pero, por otra parte, soy humana y es imposible no hacerlo. Alá nos ha creado así. Somos seres pecadores que se arrepienten”-explica con abierta naturalidad.
El derecho al orgasmo
“¡Alabanzas sean dadas a Alá, ya que ha situado el mayor placer del hombre en las partes naturales de la mujer, y que ha destinado las partes naturales del hombre para el mayor disfrute de la mujer!”. Así comen- zaba El Jardín Perfumado (Nefzawi, 1535), popularmente conocido como “el kamasutra del islam”. En la novela se hacen referencias explícitas a cómo los amantes deben complacerse mutuamente, hasta el extremo de determinar, en uno de sus 21 capítulos, que el tamaño ideal del dekeur (pene), para poder satisfacer a la keuss (vagina), “debe tener una longitud de más de doce dedos (…), y, al menos, seis de anchura (…)”.
Según cuenta el teólogo Hisham Muhammad, en el islam, el acto sexual no se reduce a la perpetuación de la especie, sino que también ha de ser sinónimo de disfrute. El placer y goce de ambos es, religiosamente, un derecho y un deber matrimonial.
Por ello, todos los métodos anticonceptivos son válidos, salvo los irreversibles como la ligaduras de trompas o vasectomías. “Hay textos en los que vemos cómo Mahoma habla de la obligación que tiene el hombre de velar por la satisfacción sexual de su esposa, algo profundamente revolucionario para el s. VII”-reflexiona Muhammad. De hecho, existe un hadiz (conversaciones del profeta) que define la “omisión de los preliminares” como un “acto cruel”.
En el caso de Zaytuna y Fatah, a pesar de la intermitente culpabilidad y de las restricciones del islam, el súmmun de la satisfacción se alcanza plenamente. Sin embargo, el disfrute sexual de Amal permanece tan bloqueado como su mente. Ni siquiera puede decirle a su marido lo que le gusta y lo que no, a pesar de que él se lo pregunte repetidas veces. Su deseo sexual está tan reprimi- do por la vergüenza que, no solo no es capaz de «buscar” a su compañero cuando se excita, sino que tampoco puede masturbarse cuando esto sucede.
Ella es consciente de los obstáculos que la oprimen, pero no se siente preparada para deshacerse del puritanismo moral que le fue impuesto. “Algunas veces me incomodan esos momentos, sobre todo porque, desde que di a luz, se ha convertido en algo rutinario”-lamenta mientras reconoce que, a menudo, se queda en el baño hasta que tiene la certeza de que su esposo se ha dormido. “Yo lo intento, pero me cuesta. Incluso me enfado si él me recuerda lo que hemos hecho en la cama”-admite mientras pone de manifiesto que, recientemente, le regaló a su esposo una baraja de cartas eróticas para innovar en su intimidad. Amal lo tiene claro. Quiere derribar los muros que le impiden disfrutar de su cuerpo, pero, para ello, considera que necesita tiempo y, “quizá, también, un poco de ayuda profesional”.
Religión vs cultura
Una de las grandes lacras que sufre la comunidad musulmana es la dificultad a la hora de separar la cultura de la religión. Sin embargo, en relación al resto de religiones y, teniendo en cuenta las referencias explícitas al matrimonio, el divorcio y la sexualidad, el Corán rompe con el resto de textos abrahámicos que inspiran al cristianismo y judaísmo, y los “moderniza”.
Tanto es así que, en lugar de demonizar y degradar el sexo, lo sacraliza, si “la intención es buena” y la unión no contraviene lo establecido en el código islámico. Según Muhammad, el profeta llegó a desmentir algunos de los mitos que databan del periodo anterior al islam. Un ejemplo, a propósito de la frase “las mujeres son como vuestro campo, id a él como queráis”, fue cuando se puso fin a la falsa creencia, pagana, de que los hijos resultantes de las penetraciones vaginales ´por detrás` nacerían ´bizcos`.
Asimismo, dentro del islam, el cuidado del cuerpo y el respeto hacia la intimidad del mismo es fundamental. La profesora El Azem recuerda que está completamente prohibido exhibir el awrah (zonas íntimas) a los demás. Este área se extiende desde el ombligo hasta las rodillas y solo puede ser mostrada dentro del matrimonio o por cuestiones médicas. Ahora bien, esto contrasta con la cultura de países árabes, como Marruecos, donde está completamente normalizada la desnudez en el hammam (baños públicos). Dentro de estos espacios, hombres y mujeres permanecen desnudos, cubriendo exclusivamente sus genitales. Algunos, incluso, pagan a mujeres, comúnmente conocidas como tayabas, que se encargan de eliminar las pieles muertas y lavar el cuerpo.
Algo que siguen a rajatabla Amal, Zaytuna y Fatah es el wudu o ablación menor y el ghusl o ablación mayor. Un obligado proceso de purificación y lavado del cuerpo para poder conectar con Alá. El primero se realiza antes del rezo tras acudir al aseo o después de una flatulencia, consistiendo en pasar tres veces las manos húmedas por la boca, la nariz, la cara, las orejas, el pelo, los brazos -hasta el codo- y los pies. En el caso del segundo, se repiten los pasos del menor y, después, se procede a lavar la cabeza y el resto del cuerpo, realizándose en caso de excitación y/o tras la realización del acto sexual.
Romper con el tabú
Bermejo y Muhammad coinciden en que, en la época de Mahoma, la sexualidad no se asemejaba al tabú que hoy oprime a la umma en su conjunto.
Las tres protagonistas del presente reportaje insisten en la importancia de una educación sexual integral tanto dentro del hogar como en las jutbas de los viernes para poder romper con las desigualdades culturales que contravienen una de las bases del islam: la igualdad entre hombres y mujeres. También Hisham defiende la necesidad de tratar, abiertamente y dentro de las mezquitas, este tipo de cuestiones. Él lo hace, a pesar de “levantar algunas cejas”. En cambio Bermejo considera que la sexualidad no debe «banalizarse» y que si bien es un tema que debe ser tratado, es preferible hacerlo en la intimidad y con personas de confianza.
Para Fatha, ser mujer y ser musulmana en el seno de una democracia como la española, no es lo mismo que ser mujer y ser musulmana en el marco de una tiranía que las asfixia en nombre de la religión, mientras las cúpulas represivas se rodean de amplios séquitos de imanes que interpretan en favor de su despotismo político. Sin embargo, eso no es religión sino imposición política y cultural, en nombre de Dios. El fantasma de la islamofobia, azuzado por la encarnizada batalla que occidentales y orientales han librado entre sí, enturbia la imagen de una religión que, en sus inicios y, según interpreta Muhammad, “dignificó” a la mujer, tratando de igualarla al hombre.
El género masculino justifica su despreocupación blasfemando en el nombre de Alá, mientras confunde y entremezcla la religión con la misógina cultura que, históricamente, ha condenado a las mujeres a la resignación y a la insatisfacción. Para ellos, el sexo es “cosa de hombres”. El orgasmo es su premio. La mujer la forma de alcanzarlo. Entretanto, las musulmanas han hecho estallar una revolución que reivindica la propiedad de sus cuerpos y el derecho a decidir sobre ellos, sin que su persona quede reducida a un simple tejido membranoso llamado himen porque, a la postre, el que habrá de juzgarlas o no por sus actos no es el hombre en La Tierra, sino Alá a las puertas del Paraíso.