Afganistán (I): ¿Y si los talibán fueran el mejor interlocutor para occidente ahora mismo?

Con la caída total de Panjshir, los talibán controlan ya la totalidad del territorio afgano y negocian un Gobierno que tendrá, previsiblemente, 25 ministerios y a Abdulghani Baradar como líder político

La retirada de Estados Unidos y de sus aliados de la OTAN de Afganistán se consumó con la entrada de las fuerzas especiales talibán, también conocidas como Bradi 313, enteramente equipadas con material estadounidense, a los hangares del aeropuerto internacional Hamid Karzai, para inspeccionar los también americanos helicópteros Chinook que el ejército de la primera potencia mundial ha dejado atrás por salir escopeteado del país. Ahora, la victoria total se consolida con la conquista del último bastión de resistencia: Panjshir.

Después de casi 20 años construyendo un castillo de naipes que se ha venido abajo en tan solo unos meses, la partida vuelve a su casilla de salida. Los talibán ostentan el poder el país centroasiático, una vez más. A cualquier persona con un mínimo sentido antiimperialista le chirriaba que Afganistán estuviese tomado por militares de países que se encuentran a miles de kilómetros y con un gobierno y unas instituciones que, como un muñeco de guiñol, se movían al compás de lo que se dictaba desde Washington.

Pero tampoco cabe duda de que la alternativa que se cierne sobre los afganos es todavía peor: un régimen fundamentalista y profundamente reaccionario que utilizará grandes ciudades como Kabul o Kandahar para dar una imagen algo más aperturista, pero que proseguirá con la imposición de la más estricta sharía en el resto del territorio, especialmente en zonas rurales donde el agujero negro informativo va a ser absoluto a partir de ahora.

La precipitada y torpe salida de las fuerzas occidentales ha propiciado esta dramática situación, que ha dejado centenares de muertos, cientos de miles de desplazados, y a millones de personas con un futuro poco prometedor. Aunque era una retirada que antes o después tenía que suceder. Un petardo encendido -por la llama de Trump- que a alguien le iba a explotar en las manos. Y ha sido a Joe Biden. También deja patente el fracaso del modelo de gobernanza internacional que Estados Unidos lleva desempeñando como “policía del mundo” desde hace décadas. Este histórico acontecimiento, con aires a Saigón, es una clara muestra de que las grandes potencias no se pueden dedicar a jugar partidas de Risk en países tan inestables.

Por otro lado, se ha puesto de manifiesto la importancia que tiene el nivel de desarrollo de la cultura democrática de un país a la hora de insertar en él modelos políticos más abiertos. No vale con introducir sin más unas instituciones liberales, una separación de poderes, unas elecciones al estilo occidental y un ejército con equipamiento moderno y pensar que eso va a funcionar como la seda por ser la base de “los valores universales de occidente”.

En el año 2012, la periodista catalana Mónica Bernabé publicaba el libro “Afganistán, crónica de una ficción”. Dio en el clavo. Porque el Estado de tecnócratas que diseñó Estados Unidos para el país resultó en un aparato burocrático carcomido por la corrupción, las redes clientelares conformadas por familias muy cercanas al aparato estatal encabezado por un insulso Ghani, que días antes publicaba un vídeo animando a una resistencia que ni él mismo se creía, y un ejército, que por muy moderno que fuera, no sentía los colores como para morir por un régimen tutelado desde el extranjero.

¿Y ahora qué?

Durante estos días las distintas facciones talibán se encuentran negociando un nuevo gobierno, que su portavoz, Zabihullah Mujahid, ha asegurado en varias ocasiones que será “integrador”. Según Faiz Zaland, profesor de la Universidad de Kabul y muy cercano a los talibán, en declaraciones a El País afirmaba que “el Gobierno solo va a incluir a miembros del movimiento talibán y tendrá 25 ministerios” y establecerá como cabeza de este consejo a Abdulghani Baradar, líder político y uno de los fundadores de este grupo. El anuncio del ejecutivo se está retrasando por razones desconocidas, pues estaba previsto para la semana pasada, pero según Zaland “se realizará en los próximos dos o tres días”.

Más le vale a occidente dejar de revolverse en el lamento de 20 años tirados a la basura y ponerse manos a la obra para conseguir, al menos, dos cuestiones que parecen básicas. Por un lado, lograr establecer corredores humanitarios para garantizar que los miles de colaboradores y demás ciudadanos afganos que vean su vida amenaza puedan salir del país para comenzar una nueva vida. Por otro, supeditar las ayudas económicas que Afganistán va a necesitar (casi la mitad de su presupuesto nacional venía de estas ayudas) a la garantía de cumplir con unos mínimos de derechos humanos.

Un gran embargo o bloqueo económico a Kabul, tal y como han planteado algunos en las últimas semanas, sería una decisión errónea, pues los que realmente padecerían las consecuencias del mismo serían, en última instancia, los millones de afganos inocentes, mientras que la cúpula política talibán se las arreglaría para saltarse estas restricciones. En su lugar, una serie de sanciones, congelación de cuentas en bancos extranjeros o prohibiciones de viaje personalizadas de manera estratégica en los líderes fundamentalistas surtiría una mayor presión sobre el ejecutivo resultante.

Y a partir de ahí, lo único que quedaría por hacer, tal y como anticipó la semana pasada el tan criticado Alto Representante de la Unión Europea, Josep Borrell, es sentarse a dialogar con los talibán. Porque en política internacional las posturas maximalistas y éticamente impolutas suelen aportar más bien poco a los ciudadanos de a pie. Y porque las alternativas reales de gobierno en Afganistán son escasas y altamente improbables.

Escasas alternativas

La primera de ellas, es el intento de resistencia en el valle de Panjshir, un escarpado valle de difícil acceso y por el que solo pasa una serpenteante carretera que va en paralelo al río que lo cruza. Allí se encuentran algunos soldados del extinto ejército afgano y los muyahidines de la resucitada Alianza del Norte, que durante los años 90 batalló contra los talibán apoyada y financiada por Estados Unidos y otras grandes potencias. Cuando en 2001 la OTAN intervino militarmente el país y lograron derrocar al régimen talibán, fueron los miembros de la Alianza del Norte los que comenzaron a fundar diferentes partidos políticos y a ocupar cargos en el funcionariado en esa etapa.

En sus inicios, estuvo liderada por el héroe nacional Ahmad Shah Masud, que fue asesinado por Al Qaeda en el año 2000, y ahora es su hijo el que ha tomado las riendas de esta resistencia. Pero tras el fracaso de las negociaciones con los talibán, la semana pasada comenzaron los enfrentamientos y el asedio a este valle, cuya quimérica resistencia no durará más allá de unos pocos días desde la publicación de este artículo.

Conviene también desenmascarar la personalidad real este grupo, pues el fundamentalismo que profesan algunos de los miembros de esta coalición está casi al mismo nivel del de los propios talibán. Numerosos reportes de periodistas y organizaciones humanitarias les vinculan con delitos por torturas, violaciones, bombardeos a población civil durante la guerra y una imposición estricta del islam. Además de todo esto, la realidad es que actualmente no cuentan con más de 2500 efectivos sobre el terreno y los talibán se han encargado de cortarles todo tipo de suministro y ayuda humanitaria, convirtiendo a Panjshir, como ya lo fue Kabul hace unas semanas, en una auténtica ratonera.

Otro de los actores que puede poner en un brete a los nuevos inquilinos del palacio presidencial de Kabul es el Estado Islámico del Jorasán, también denominado ISIS-K, autores del atentado suicida múltiple en los aledaños del aeropuerto y que acabó con las vidas de cientos de afganos que intentaban escapar, además de algunos soldados americanos. Esta filial del Estado Islámico en Afganistán se fundó en enero de 2015 y se nutre principalmente de miembros talibán descontentos y muy radicalizados, especialmente los vinculados a la red Haqqani, la facción más radical dentro del movimiento talibán y que, de hecho, es la que se encargaba de la seguridad de Kabul y de la protección del aeropuerto durante todo el proceso de evacuación. Por ello, no son pocas las voces que apuntan a que la red Haqqani conocía a la perfección las intenciones del ISIS-K y permitieron la masacre para poner más presión sobre la comunidad internacional y acelerar la evacuación.

Aunque los atentados de este brazo regional sean muy grandilocuentes y produzca cantidad de muertos y heridos, la ONU calcula que solo cuenta con entre 500 y 1500 miembros. No obstante, si el nuevo régimen talibán no lo impide, Afganistán puede convertirse en unos años en un santuario y campo de entrenamiento para esa clase de grupos terroristas, algo que preocupa no solo a los países occidentales, sino también a sus vecinos. A grandes rasgos, las diferencias entre ISIS-K y talibán son dos:

1. El proyecto político del Estado Islámico pretende instaurar un califato a nivel mundial, que englobe primero a países musulmanes y posteriormente al resto, mientras que las aspiraciones talibán se centran en Afganistán.

2. Los talibán han colaborado históricamente con Estados Unidos y otras potencias, y lo siguen haciendo hoy día en materia de inteligencia y seguridad, mientras que el ISIS-K tacha de traidores a los primeros por colaborar con el que es “el enemigo del islam”.

Por todo ello, los talibán se erigen como única alternativa de interlocución posible para occidente. De momento, ellos se han mostrado abiertos a dialogar y mantener relaciones diplomáticas en busca de reconocimiento internacional. Y quizás esa sea la mejor de entre las pésimas noticias para occidente ahora mismo. Hay muchas vidas que salvar. Manos a la obra.