[Esto es una reseña para nada a la altura del análisis que ofrece la nueva obra de Lucía Lijtmaer, @lalitx en Twitter].
Si te ofende un ofendidito y pides libertad de expresión, estás listo para tener carta blanca y ejercer la libertad de opresión, no de expresión. Si tu discurso encaja en el discurso imperante, si te desenvuelves con soltura y te regodeas en tu libertad de palabra; si tu característica más diferenciadora es ser ciertamente mainstream, lo siento, estás lamiéndole el escroto al Rey, a Jesucristo, a Billy el Niño, a Ortega Lara y a Un Tío Blanco Hetero. No, no eres revolucionario por imitar a Bertín Osborne o Arévalo, te lo prometo.
Buenista y políticamente incorrecto: la originalidad de las biografías de los usuarios de las redes sociales y los foros, por las nubes, pero esto es otro asunto. Buenismo e incorrección política, un eufemismo para crear la falsa sensación de ser un semidios que comprende la libre palabra. «(…) una vuelta de tuerca», dice Lijtmaer.
Inciso: el Nega cantaba “He visto el terror, lo narro en el micrófono, Bertín Osborne en Canal Sur contando chistes homófobos: «De… Esa maricona que va por Chiclana». A esa gentuza aislamiento, marginación y lanzallamas. Manifas, proclamas…”. Y es que Lucía Lijtmaer (Buenos Aires, 1977) va por ahí, precisamente. ‘Ofendiditos’ (Anagrama, 2019) es un bolero a la posibilidad de contraponerse al discurso hegemónico, deriva de la propia libertad de expresión que supuestamente se pone en duda cuando se califica a cierta persona como tal. (“Sobre la criminalización de la protesta”). Tú, ofendidito, deja de tocar los límites del humor, que ni existen ni existirán mientras yo posea mis facultades, privilegios y certezas a buen recaudo. Más o menos.
Compartir una queja, un dolor, el inconformismo es, este tiempo último, una osadía de tres pares de. Te van a calificar de censor y de puritano, de planchabragas (sí, planchabragas, a lo Reverte) de feminazi o de piel fina. Claro, lo van a hacer si reivindicas algo que no mola.
Cosas que no molan y a las que no poner límites: chistes lgtbófobos, comentarios machistas, racistas, antisemitas. Creaciones enjuiciadas y basadas en prejuicios que rodean a las minorías. Desnudos y sexualización infantil. Incesto. Bullying. Trastornos mentales. (Entre otros).
Sin embargo, si se identifica una queja y esa misma, duele en lo profundo del privilegio cavernario, alegarán una sarta de tópicos legales. Hablamos de cosas que molan y hay que respetar –en el discurso imperante, claro–, como la policía, la bandera y la banderilla, el santísimo Papa, las víctimas del zulo etarra o algún que otro “político-hombre de Estado” (me valen también los recientemente enterrados). Todos protegidísimos por la secta del buenismo.
Y protegido, claro, el canto gregoriano fascista bajo premisas como “Todas las opiniones están protegidas por la libertad de expresión”. Dar cancha y blanquear al camisa azul es muy de lameculos blancos posfranquistas. (Y más ahora que el Código Penal les ampara: “Una agresión a una persona de ideología nazi, o la incitación al odio hacia ese colectivo, puede ser incluida en ese tipo de delitos«.
Dar voz al fascismo es llevar a la libertad de expresión al restaurante Arguiñano, de cráneos superiores y sanísimo para la democracia. Pero si eres gitano es mejor que te rías de ti mismo, pesado roba-bicis vende-chatarras.
Y esto es todo lo que os puedo contar de la tesis de Lijtmaer. Noventa páginas de lo que pensabas y no sabías cómo decir.
Ah, sí: si te ofende un ofendidito, poesía eres tú.