A mediados de marzo la mayoría de los alumnos se levantaban diez minutos antes de que comenzara la primera clase online. Encendían el ordenador, no como la cámara o el micrófono, y asistían a monólogos de un par de horas, donde los comentarios chistosos destacaban por su ausencia. Una especie de funeral al que se acudía de lunes a viernes, siempre y cuando el profesor supiese iniciar la clase online. Un caos.