Lo que no nos contaron de la minería

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Pedro Landriz

Pocas cosas son tan bonitas como una barricada. El fuego se eleva en el aire y por un momento todo parece posible. En las carreteras de Asturias las marcas que quedan sobre el asfalto nos hablan de historias que no salen en la televisión ni figuran en los mapas. Para algunos todo esto ya es cosa del pasado, carne de historiador. Las cuencas ya no son mineras, el SOMA hoy es un sindicato sin trabajadores y las ruedas se pudren en los sótanos porque nadie viene a buscarlas. ¿Qué ha pasado?

Los chavales que crecimos en la (anterior) crisis económica pudimos ver a los mineros corriendo por el monte y enfrentándose a la policía entre huelgas generales. Al fin y al cabo, los mineros eran trabajadores que por defender sus derechos eran llamados privilegiados por el discurso neoliberal. El mismo que ayer señalaba a los estibadores y profesores, hoy a los taxistas y mañana a ti o a mí. Cuando todavía teníamos en la retina a los pacifistas del 15-M apaleados por los antidisturbios, esta gente parecía lanzar el mensaje esperanzador de que había otra manera de hacer las cosas. Las hostias podían cambiar de bando.

No era el único ejemplo, ni de lejos, pero probablemente fue el que más caló en el imaginario colectivo. Aún recuerdo hace algún tiempo, de fiesta por el Sur de Madrid: la gente sabía que era asturiano, y sólo querían que les hablara de los mineros, yo, que ni soy de la cuenca ni he picado carbón en mi vida. Todavía en plena pandemia, cuando fue desarticulado un grupo de WhatsApp en Algeciras para hacer emboscadas a la policía y responder a sus abusos, salieron a la luz mensajes como este: “Hacer un grupo bueno, de miles de personas, concentrarnos en una barriada y formar la grande por derecho. Como hace la gente de por ahí arriba, que tienen huevos. ¿Y nosotros qué pasa, que somos menos o qué?”.

Asturias, ejemplo de lucha minera

Todo mito parte de una historia real, todo tópico tiene una pizca de razón. Es normal que más allá del Negrón cueste distinguir una cosa de la otra, pero a este lado llevamos mucho tiempo engañándonos a nosotros mismos, entre orgullosos y autocomplacientes: grandones, y, por tanto, asturianos. Igual que la derecha tiene la tierrina en un pedestal con Don Pelayo y Covadonga, la izquierda explota otro mito, esa Asturies dinamitera, cuyos secretos nadie quiere desvelar. Rodarían cabezas en este Principado de clases que decía Arma X. Somos grandones porque nos creemos enormes y a la vez minúsculos, provincianos; porque hinchamos el pecho con la lucha minera, y al mismo tiempo decimos que la culpa de todo la tiene Madrid.

Cuando convertimos el pasado en mito lo vaciamos de contenido, impidiendo que las nuevas generaciones aprendan de él. La historia de la minería nos enseña que, si los trabajadores se organizan, pueden poner a la burguesía contra las cuerdas y conquistar su bienestar. Pero también nos muestra lo bajo que pueden caer sus propias organizaciones, o, mejor dicho, las cúpulas que las dirigen. Entre éstas y las bases de trabajadores siempre hubo un mundo, como el que hay entre la galería más profunda y el más alto castillete. En octubre de 1934, lo que iba a ser una huelga general se convirtió en toda una revolución, por el empuje y la valentía de las masas obreras, que hicieron a los dirigentes ir más lejos.

La huelgona del 62 fue posible por la autoorganización en los barrios y los pozos, donde surgieron unas comisiones obreras, asamblearias y horizontales. Más tarde fueron absorbidas por el PCE, hasta llegar al sindicato que hoy conocemos. Hay quien dice incluso que fue el PCE quien acabó desmovilizando la huelgona, en el marco de la política de reconciliación nacional que tenían desde los 50.

En las huelgas de 2012, cuando los voladores volvieron a retumbar por estos valles, todo el mundo salió a la calle a luchar. Más allá del tópico, muchos ni siquiera eran mineros: quizá sus padres o abuelos lo fueron. Simplemente eran gente de las cuencas, obreros y estudiantes que veían cómo el futuro se les escapaba de las manos. Los burócratas del SOMA-UGT intentaron mantenerlo todo dentro de ciertos márgenes, los del espectáculo que llevaban mucho tiempo representando ante las cámaras: barricadas pactadas con la policía y más humo que fuego. Pero la situación empezó a desbordarlos. La gente de los pueblos resistía valientemente y la Guardia Civil asediaba las barriadas. Casi se consigue derribar un helicóptero, algo que no se volvió a ver hasta octubre de 2019 en Cataluña. Los burócratas sindicales tuvieron que poner fin a este estallido social que iba contra sus propios intereses.

La burocracia libidinosa

Mientras hacían su puesta en escena, los burócratas del SOMA-UGT firmaron por la espalda, en los grandes despachos, el cierre definitivo de las minas, negándole un futuro a las cuencas. Al frente estaba Jose Ángel Fernández Villa, dirigente del SOMA por décadas. Durante mucho tiempo fue uno de los hombres más poderosos de Asturias. Él ponía y quitaba gobiernos en la región, y hasta tuvo su escaño en la Junta. Poco después cayó en desgracia, cuando alguien tiró de la manta y se descubrieron sus millonarios escándalos de corrupción.

En Asturies en general, y en las cuencas en particular, todo el mundo se hizo el sorprendido al ver a Villa imputado. Pero aquel era un secreto a voces. La cruda realidad es que, si se hubiera seguido tirando de la manta, buena parte de la clase política y empresarial de Asturias se iría con Villa al juzgado. “Llevo 60 años en primera línea de este negociole había gritado Villa a los antidisturbios en la carretera, allá por 2012. Eso es el sindicalismo para los dirigentes del SOMA, algo con lo que pasar por caja. A comienzos de los 90, en medio de una brutal Reconversión que destrozó el tejido industrial de Asturias, la lucha de los mineros consiguió ganar las prejubilaciones.

El dinero empezó a entrar a mansalva en las cuencas. Pero el dinero no ofrece soluciones sólidas: eran pan para hoy y hambre para mañana. Tres décadas después lo vemos, cuando todos los pozos han cerrado y los chavales emigran o se mueren del asco. Hay familias enteras que viven de una pensión. ¿Qué va a pasar cuando los prejubilados ya no estén? No era muy difícil predecir esto en los 90, pero los burócratas del SOMA estaban demasiado ocupados: las putas y la farlopa no dejan mucho margen para pensar a largo plazo.

Coge el dinero y corre

La clave era sacar tajada todo lo posible, meter mano en las subvenciones y en los fondos destinados al desarrollo de las cuencas, hasta que se acabase el chollo: coge el dinero y corre. No se quiso crear una industria alternativa, aprovechando las infraestructuras de las cuencas y asegurando el trabajo a las generaciones futuras. Era más fácil y más vistoso levantar obras faraónicas, grandonas, que las cuencas no necesitaban. Prejubilaron el porvenir, y nadie dijo nada. Hay cosas que nadie quiere oír, pero que alguien debería gritar.

Cuando se destaparon sus escándalos millonarios, Villa se convirtió en una manzana podrida. Pero sólo era una pieza más de un vasto entramado mafioso, con muchos machacas y estómagos agradecidos, que a su vez formaba parte de la enorme red clientelar con la que el PSOE lleva 40 años controlando Asturias. Durante el franquismo Villa había sido confidente de los grises. ¿Cómo pudo una persona así acabar al frente del SOMA sin que nadie se diese cuenta? Todo esto nos dice más del SOMA que de Villa.  

Entretanto, dentro de las cuencas se había ido abriendo una brecha entre las familias mineras, con un poder adquisitivo más alto, y el resto de trabajadores que no pudieron entrar en HUNOSA. Un amigo de Mieres me contó una vez cómo un camarero había perdido su empleo por pasarse el día en las barricadas junto a los mineros. Nadie se solidarizó con él. Este corporativismo de mirarse el ombligo fue otro de los grandes pecados del sindicalismo minero. También entre compañeros del gremio: al SOMA, desde las cuencas, le dio igual cuando cerraron las empresas privadas de las minas del Occidente. Lo mismo con los pozos de León. No se quiso ver que todo formaba parte de una misma lucha. La solidaridad de los viejos tiempos había desaparecido.

¿Y ahora qué?

No estamos demonizando a los mineros, más bien les humanizamos, con todos sus aciertos y errores, más allá de los mitos, que no dan de comer. En la huelgona los mineros pudieron ganarle la mano al franquismo, no porque fuesen seres de luz, sino simplemente, porque tenían unas formas de organización adecuadas: asamblearias, independientes, combativas. Décadas después, con unos sindicatos cada vez más burocratizados y jerarquizados, no debería sorprendernos que el egoísmo y la apatía fueran cundiendo entre sus filas, poniendo el piloto automático ante unos caciques con mucha palabrería, pero ningún plan. “¿Cómo va lo mío?”  era el lema del afiliado medio.

¿Y ahora qué? La Transición Energética del gobierno del cambio le dio el golpe final a la minería. Los daños colaterales se los comen los trabajadores de las térmicas y de las acerías, mientras el precio de la electricidad sube y las multinacionales inventan más excusas con las que seguir chantajeándonos a todos: «si no hacéis lo que decimos, nos vamos». Mientras tanto, seguimos contaminando. No es que no se use carbón, es que se trae de Colombia, a precios mucho más bajos, gracias a los paramilitares y las condiciones de esclavitud. ¿Ojos que no ven corazón que no siente? El pulmón seguirá igual, pero el estómago de los que vienen detrás está vacío.

La consigna de los mineros que siguen resistiendo al cierre es “mientras echen humo, carbón de aquí. Ellos hicieron la última huelga de la minería, que no fue en 2012 como se ha querido vender: ocurrió en las navidades de 2018. Pero como iba al margen de la mafia sindical, como eran trabajadores de CNT Felguera y CSI, un silencio cómplice tapó la protesta. Un silencio cómplice entre los burócratas sindicales, los grandes medios, el Estado, la patronal, y por desgracia, también la gente de las cuencas. Al SOMA no le gusta que nadie cuestione su autoridad, su negocio.

Al mismo tiempo, los mineros subcontratados, el eslabón más débil, se encerraban en los pozos, mientras el resto de trabajadores esquiroleaban y seguían en el tajo. El SOMA guardaba silencio. Fue éste un final muy triste para un movimiento que había alumbrado a la clase obrera de todo el mundo, hace ya tanto tiempo. No fue un final a la altura del mito que se había ido creando entre pólvora y puños cerrados. Aunque en realidad, aquí nadie estuvo a la altura de ese mito.

Pero tampoco hay por qué estarlo. En palabras de Marx, no dejemos que las generaciones muertas nos opriman el cerebro como una pesadilla. Hoy lo que toca es atender a los cambios en el modelo productivo. En 2019, cuando las trabajadoras de los supermercados bloquearon el centro logístico de Alimerka, estaban abriendo un nuevo camino en Asturias. La revolución de mañana la harán camareros, cajeras, repartidores y limpiadoras. No te preocupes si tarda en llegar. Aún está amaneciendo.