El melón europeo

La baja integración económica y la falta de perspectivas económicas de futuro dentro de la Unión Europea deberían llevar a España a una reflexión sobre su permanencia en el club

Entre los escasos consensos políticos existentes en la sociedad del Estado español podemos encontrar el de la pertenencia a la Unión Europea. Desde el momento de la adhesión en el año 1986 hasta hoy, esta organización supranacional ha gozado de una alta popularidad entre la población, con niveles de aprobación que superaban el 75% en 2019. También se ha visto una declarada adscripción a este proyecto por parte de la vasta mayoría de fuerzas políticas que han ido ocupando los escaños del Congreso de los Diputados. Incluso los reaccionarios de Vox, a los que los medios de comunicación en alguna ocasión han tachado de euroescépticos, se presentaron en 2019 a los comicios europeos con esta sentencia en su programa electoral: “Afirmamos rotundamente nuestra vocación europeísta. Creemos en Europa porque somos Europa”.

No obstante, el proceso del Brexit y la gestión de la crisis financiera del 2008, cuyas consecuencias se han visto agravadas por la nueva crisis que ha generado la pandemia de la COVID-19, han evidenciado las asimetrías en las costuras de la comunidad continental. Como consecuencia directa de estos factores, también amenazan: la aparición de gobiernos de corte reaccionario que rechazan los valores que predica la retórica europeísta, un progresivo relego a la indiferencia de Europa en la dinámica del tablero internacional y unas economías que, lejos de integrarse, funcionan a dos (o tres) ritmos diferentes. Por todo esto, parece que viene siendo la hora de abrir el melón europeo.

Entrada de España en la UE

Durante los años previos al ingreso español en la Comunidad Económica Europea (CEE), el Estado dirigido por los tecnócratas franquistas dio con la tecla para el crecimiento de la economía española. Una fuerte inversión pública en infraestructuras e industrias pesadas como la automovilística, la naval o la textil, la apertura al turismo mundial, un fuerte éxodo rural que aumentó como nunca los habitantes en las ciudades y la fuerte entrada de inversión extranjera fueron los pilares fundamentales que definieron el milagro económico español. Este desarrollo se dio de manera desigual en la geografía española y benefició a las regiones hasta el momento más industrializadas, a saber, Galicia, Asturias, País Vasco, Cataluña y Madrid.

Tras la caída del régimen franquista, España ocupaba el décimo lugar de las economías más grandes del mundo en términos de PIB. La industria naval española se encontraba entre las mejores del mundo y la situación en los sectores automovilístico, siderúrgico o textil reportaban también una competitividad alta, según los informes económicos previos a la adhesión realizados por la CEE.

En 1977 comenzaron las negociaciones entre España, Portugal y la por entonces CEE, una oportunidad que desde la península se veía como culminación del proceso de modernización y aperturismo al mundo. La negociación duró años y no estuvo exenta de polémica, ya que países como Grecia tenían grandes reticencias a la entrada de España y Portugal en el club. Algo lógico, pues, a fin de cuentas, estos dos países venían a jugar un papel similar al que estaban desempeñando hasta el momento los helenos, poniendo así en riesgo su parte del pastel.

Las condiciones

Por otro lado, los países con mayor peso impusieron fuertes condiciones a la entrada de España a cambio de las grandes cantidades de capital que iban a ingresar sus arcas públicas. Bajo el eufemismo de la “reconversión industrial”, el gobierno socialista de Felipe González llevó a cabo un desmantelamiento drástico de las fuerzas productivas industriales que dejaron a cientos de miles de trabajadores en la calle y sin perspectivas de futuro.

Europa se comprometió a ayudar con este proceso mediante un Fondo de Promoción de Empleo y grandes ayudas financieras, algo que resultó insuficiente, pues el objetivo de esta política no era sustituir una industria por otra más moderna, sino simplemente descabezarla y limitar la producción de España en este sentido, como también sucedió con la producción de lácteos, viñedos u olivos.

A pesar de todo esto, es verdad que la entrada en la Unión Europea en 1986 y, posteriormente, la adopción de la moneda común con el Tratado de la Unión Europea en 1993 permitió que España viviera un sueño europeo de crecimiento económico, modernización y grandes ayudas comunitarias. Sueño que se empezó a insinuar pesadilla cuando en 2004 se inscribieron en el club los países exsoviéticos y las subvenciones europeas comenzaron a fluir hacia estos Estados.

Más adelante, con la llegada de la crisis financiera de 2008 y las exigencias de austeridad forzadas por los países de mayor envergadura económica con los consecuentes resultado que, sin ir más lejos, en España dejaron aproximadamente 400.000 familias desahuciadas y una modificación en la Constitución dictada desde Bruselas.

La Europa de los dos ritmos

Lejos de la ingenua imagen que tienen algunos de la Unión Europea como un grupo solidario de amigos que se ayudan entre sí, la praxis ha dejado patente que en realidad se trata de un tablero geopolítico de envergadura continental en el que los Estados desempeñan papeles y defienden sus intereses. Y es que, a fin de cuentas, lo que genera ese mercado sin aranceles y con una moneda única es que la productividad y rentabilidad de los modelos económicos de cada país sean los que dicten las dinámicas que se producen entre países.

Para entendernos, no es lo mismo fabricar piezas para coches que cultivar naranjas. Un amplio sector agrario con una bajísima productividad y fuertemente financiado por las ayudas europeas para poder competir malamente contra los productos agrícolas venidos desde África o Sudamérica, en ningún caso podrá desarrollarse a los niveles de una economía industrial, tecnológicamente avanzada y con una alta productividad que permite subir los salarios. Esto es lo que genera que, por ejemplo, Alemania con más del 30% de su economía dedicada a este sector secundario, tenga un crecimiento y unos márgenes de beneficio bastante mayores que una España con un sector industrial que en 2019 descendía al 16%.

En este sentido, uno de los datos que mejor refleja esta diferencia de competitividad entre países es el coste laboral unitario (CLU), una medida que pone en relación el salario pagado por hora trabajada y la productividad, significando un mayor cociente una menor competitividad. Un artículo publicado por la Fundación BBVA arroja que en España este indicador ha ascendido un 25% desde principios de siglo, algo producido por la subida considerable de los salarios y la escasa mejora en los niveles de productividad del país.

Esto supone una pérdida de competitividad clara y bastante difícil de enmendar dentro del marco europeo, pues esta baja productividad viene, por lo general, determinada por los sectores productivos a los que una economía se dedica. A pesar de la progresiva baja de competitividad de la Unión Europea a nivel mundial, por la aparición de nuevas regiones emergentes con una considerable producción y unos salarios bajísimos, dentro de la propia unión las diferencias también son patentes. En el primer trimestre de 2020 los CLU crecieron en España un 4,55%, mientras que en Alemania fue un 2,09%, es decir, menos de la mitad.

Los costes laborales unitarios (CLU) muestran que Alemania es más competitiva que España. Esto es en gran parte por los sectores económicos a los que se dedican.

Pongámonos a fabricar

Pero si somos libres para decidir lo que producimos, ¿no? ¡Pongámonos a fabricar coches o productos del sector tecnológico para hacerle la competencia a Alemania! Ya, la cuestión no es tan simple. Para llegar ello, primero, esa nueva industria que costaría mucho poner en marcha debería tener unos niveles de productividad extremadamente altos. Llegar a las tasas de productividad de una industria puntera y con mucho recorrido como la Alemania es, en definitiva, harto imposible.

Pero si no podemos arrebatarles la productividad, podemos incidir en la cuestión de la rentabilidad, es decir, realizar un producto recortando salarios y flexibilizando despidos para tener más beneficios. Este tipo de medidas, de hecho, ya se aplicaron en España tras la crisis de 2008 y parece que son la única alternativa para que el Estado sea competitivo dentro de Europa.

EEUU se relame

Estas dinámicas de disparidad que se generan tienen escasas soluciones. A los países con modelos económicos más productivos y los que son preeminentemente exportadores, como Alemania, quieren que esto siga así, porque para sus cuentas es un lujo poder vender toda su producción de coches, aparatos electrónicos o productos químicos a los países de la unión.

A Estados Unidos, por su parte, también le ha interesado siempre que nuevos países se incorporen a la comunidad, ya que de esta manera tienen un cada vez más amplio mercado europeo con el que negociar en conjunto. Sin embargo, para países como Portugal, España, Italia o Grecia esto supone poner continuas trabas a su propio desarrollo económico, teniendo el papel permanente de servir como lugar de descanso para los europeos y como la huerta del continente.

A nivel político, la lógica que sigue el modelo europeo es la tendencia a seguir alejando el centro de decisiones de la ciudadanía. Además de un relego al ámbito nacional la toma de decisiones en cuestiones casi de orden folclórico, para reservar en Bruselas las políticas vertebradoras del funcionar interno de la unión.

Europa se la juega

Durante esta década la Unión Europea tendrá en juego su legitimidad. La gestión a nivel europeo de la pandemia nos ha dejado un rescate histórico, que a pesar de ser parcialmente “a fondo perdido”, vendrá de la mano de ajustes macroeconómicos impuestos desde Bruselas, y que tendremos que acatar para seguir recibiendo financiación.

De hecho, en el texto del acuerdo para el rescate se explicita: “La Comisión evaluará los planes de recuperación y resiliencia en un plazo de dos meses a partir de su presentación. Los criterios relativos a la coherencia con las recomendaciones específicas por país, así como al refuerzo del potencial de crecimiento, la creación de empleo y la resiliencia económica y social del Estado miembro deberán obtener la puntuación más alta de la evaluación”. En otras palabras, que, o se cumplen las recomendaciones de la UE, que por cierto chocan en muchos puntos con el acuerdo de gobierno PSOE-UP, o cualquier país puede emplear el freno de emergencia para frenar esta financiación.

El futuro del ‘Sur’

Por otro lado, el futuro de los países del sur no pinta muy brillante. Todos los factores que hemos analizado previamente impiden que estos países desarrollen sus fuerzas productivas hasta su máxima capacidad y, en el caso español, quizás deberíamos tener un debate a medio plazo para discernir si debemos abandonar la Unión Europea para madurar como país, dejar atrás el tutelaje económico y comenzar a tomar nuestras propias decisiones en cómo gestionar la moneda y en qué sectores centramos y fomentamos las inversiones, con el fin de llevar a cabo una transformación económica que nos permita ser realmente competitivos.

Ante esto surge un problema que emana como consecuencia del abandono de la izquierda a los intereses reales de las clases trabajadoras de los diferentes estados: se le ha regalado de manera inexplicable a la derecha más reaccionaria el discurso antiglobalización. Es por ello que el Brexit fue llevado a cabo, además de por las torpezas políticas de Cameron, por una derecha con un discurso racista y en contra de la inmigración, argumentos que son fácilmente desmontables mediante los datos (la inmigración en el Reino Unido permite, por ejemplo, que el pago de las pensiones sea factible).

Hoy día parece que las posiciones de izquierda se ven abocadas a un apoyo incondicional a la Unión Europea y a los procesos de globalización a pesar de que esto deteriore las condiciones del proletariado. También se establece una burda correlación entre internacionalismo y globalización, algo que la izquierda deberá abandonar en favor de un discurso centrado en la soberanía material, que pasa inevitablemente por la vuelta al control de la economía. Se puede (y se debe) construir una alternativa alejada de la Unión Europea desde una óptica política de izquierdas.

Por esto mismo, una hipotética salida no tiene por qué suponer una ruptura absoluta con el resto de los estados europeos ni encerrarnos en nosotros mismos. La cooperación en materias de seguridad o los acuerdos comerciales, por ejemplo, son fundamentales para garantizar la estabilidad del continente, pero para ello, no hace falta supeditar la economía y parte de soberanía a una organización supranacional que está agotando su proyecto.

Reflexión que no hace Bruselas

De hecho, quizá para España sería más beneficioso intensificar los esfuerzos de cooperación con economías más parejas a la suya, como las que se encuentran rodeando el mar Mediterráneo. Un frente de cooperación mediterráneo en el que podrían llegar a participar países del norte de África. La Unión Europea ni ha existido siempre, ni existirá, tal y como la conocemos, para siempre. Pensar en clave de futuro no es enterrar este proyecto antes de tiempo, sino adelantarse a los acontecimientos para ver qué es lo que más puede beneficiar al Estado español.

En cambio, la Unión Europea de verdad quiere salir airosa de esta situación, deberá llevar a cabo una reconfiguración de todas sus estructuras. Un replanteamiento que debe llegar hasta la revisión de los cimientos fundacionales del proyecto y construir desde ahí una Unión Europea que no someta a unos países respecto a otros y que se base en la cooperación en ciertas materias, pero respetando las políticas económicas o comerciales de cada uno de sus Estados. Una reflexión que, por el momento, no parece estar en la agenda de Bruselas.